Aquello no era un yate. Al
entrar, noté un olor pestilente, pero, claro, teníamos allí a todos nuestros
animales que, al parecer, nos acompañarían en nuestras vacaciones. Para mi
sorpresa, también me esperaban mis tres hijos con sus esposas y mis nietos.
Mientras me mostraban las enormes
cubiertas y dependencias, me seguía peguntando por qué el empeño de llevarme a
aquel horrible barco varado en tierra junto a un riachuelo.
Mi cólera se paralizó cuando,
ante el portón de entrada, vi una pareja de leones, seguido por otra de
elefantes. Quise salir por una escotilla lateral pero, al asomarme, enmudecí observando
una interminable cola de animales que se dirigían hasta nuestro barco. Me
escondí bajo una litera.
Pasados no sé cuántos días, como
no cesaba de llover y no se divisaba tierra firme, salí de mi escondite y
agradecí a Noé, mi esposo, su genial idea de construir el Arca.