jueves, 30 de mayo de 2019

EL LECTOR

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Cuando lo conocí, además de narrarme con entusiasmo su pasión por la lectura, me invitó a su casa para mostrarme la biblioteca.

En aquellos fríos días de enero, Edu disfrutaba de la lectura de clásicos de capa y espada. Era fácil deducirlo pues la estancia se encontraba atestada de floretes, sables, sombreros de ala ancha, sombreros con plumones erectos, capas negras, pardas, dagas oxidadas, corpiños de la época y un sufrido maniquí desnudo, de tela de saco al que le brotaban cientos de pajas por los innumerables agujeros que, como cicatrices de mil reyertas, le colmaban el torso.
En su fogosidad representativa, el joven lector, tomando un florete de brillante cazoleta y el libro en la otra, comenzó a leer e interpretar un acalorado diálogo entre dos rivales enamorados de una misma dama. Su mucho entusiasmo me lo contagió hasta el punto de tomarme la libertad de empuñar una de los sables, coger un sofisticado sombrero con pluma de pavo real, o eso creo, y una capa que plegada sobre mi brazo izquierdo me serviría de exiguo escudo.
A su voz de, ¡en guardia!, los aceros de nuestras armas se chocaron con ímpetu. Tuve que esquivar el libro que me lanzó a la cabeza porque ya le sobraban los diálogos escritos, ahora eran interjecciones improvisadas que junto al agudo chasquido de la hoja y el grave sonido con eco incorporado de las cazoletas, imprimían una veraz banda sonora.
Pronto, entre el sudor, insultos como, bribón, granuja, malandrín y otros improperios de la época, nos hicieron caer exhaustos y aprovechando un descuido en su caída, le acerqué la punta de mi arma oprimiendo su piel bajo la barbilla.
Durante unos segundos, ambos nos quedamos inmóviles, especialmente Eduardo, temeroso de que cualquier movimiento de cuello le produjese más presión a aquella punta oxidada del sable.
Mirándome con ojos de terror me dijo, ¡no tienes huevos! Y los dos nos desencajamos riendo estrepitosamente.
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La lectura le resultaba vital para su existencia diaria, como si de un complemento vitamínico se tratara. Además, era verdadero fetichismo el que sentía por los libros y cuanto a estos les podía rodear.
Cada inicio de una nueva lectura, examinaba el libro con la destreza de un editor profesional, comprobando costuras, flexibilidad, pastas, encolado, tacto del papel, tipografía… y todo en unos segundos. A pesar de su juventud, atesoraba una grandiosa biblioteca de no se sabía cuántos volúmenes.
Como banal rito, junto al libro seleccionado para su lectura, portaba un estuche de fino cuero en el que guardaba, escrupulosamente ordenados, varios marcapáginas de distinto tamaños y formas, así como un blíster de etiquetas autoadhesivas de surtidos colores, pequeña regla y, por supuesto, más de una docena de útiles para la escritura como plumas estilográficas, lápices, lapiceros, rollers, bolígrafos, esferógrafos de lujo, subrayadores, gomas de borrar y otros. Cada libro leído conservaba mil y una marcas de Eduardo que, como Atila, dejaba huella por donde sus ojos leían. A veces eran palabras subrayadas, anotaciones en los márgenes, dibujos, notas adhesivas de colores que sobresalían como banderillas… en fin, que el libro adquiría aspecto de domado y doblegado a las formas y costumbres de su dueño.
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Pasaron unos meses hasta mi siguiente visita en la que me mostró sus últimas lecturas y adquisiciones de material de atrezzo para mejores vivencias. En aquella ocasión leía sobre «hazañas bélicas» ambientadas en la II Guerra Mundial.
Su habitación de lectura, junto a la biblioteca, estaba plagada esta vez de material de guerra, siendo objetos originales en unos casos, y réplicas en otros; así me mostró el mecanismo de un subfusil MP40, diversas pistolas de los nazis y otras del ejército ruso, cascos de soldados, algún uniforme con su gorra de plato luciendo las estrellas de graduación y otras prendas de ropa y objetos referidos a aquella contienda mundial.
Me llamó especial atención un enorme plano de una parte de Europa, desplegado sobre dos mesas y en el que estaban dibujadas las cuadrículas, a propósito irregulares, de un doble tablero octogonal de ajedrez. Las fichas eran soldaditos de plomo, tanques, piezas de artillería, de caballería, camiones de intendencia, vehículos de sanidad, torres y algunos edificios emblemáticos de la vieja Europa. Con semejante arsenal de piezas e iconos, nos enfrascamos en una partida de juego, mixtura entre ajedrez Seirawan y las damas chinas y que, en ese caso, enfrentaba al ejército alemán contra los aliados. ¡Un desastre! Los Panzer alemanes me habían demolido el frente de infantería en las costas normandas y, finalmente, perdí la partida al tener que rendirme cuando me comió la Torre Eiffel y mi Nôtre Dame entraba en jaque.
Tras algunas representaciones de batallas y una amistosa charla, nos despedimos emplazándome a una próxima reunión pasadas dos semanas, sin aportarme más información, pues pretendía darme una sorpresa.
A pesar de nuestra incipiente amistad, aprecié que se trataba de un individuo con un elevadísimo coeficiente intelectual en casi todas sus variantes a excepción de la inteligencia emocional, pues capté ciertas carencias en las relaciones interpersonales e incluso consigo mismo. Quizás ocultase un oscuro propósito o, al menos, eso me parecía en algunos momentos. Por razones que aún desconozco, y que a veces me preocupan, debí ser su elegido desde que el pasado verano, nos conociéramos en la Universidad en unos cursillos y ponencias sobre, “Tiempo, Espacio y Relatividad”
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Llegado el día previsto que, a decir verdad, lo esperaba con gran expectación, me dirigí a su casa aportando una caja de bombones Godiva Gold Ballotin como detalle de digno visitante. Me sorprendió que la verja del parterre y puertas de entrada estuviesen entornadas. Llegado a la biblioteca, y a pesar de llamarlo en voz alta, no respondió nadie.
En una mesa de velador, había unos botes de Coca Cola, dos vasos casi vacíos y en el centro de la estancia estaba instalado un extraño artefacto decimonónico que me recordó la famosa máquina del tiempo de H. G. Wells aunque algo más modernizada por la inclusión de luces psicodélicas además de otros componentes electrónicos propios de esos años setenta. 
Salí preocupado de la biblioteca debido a la ausencia de mi amigo, aunque también me inquietaba la clase de compañía que deduje ante tan obvios vestigios.
Antes de alcanzar la calle, a un lado de la cancela del amplio jardín y arrinconado entre la vegetación, observé un sucio cilindro metálico del tamaño de una persona y que antes no estaba allí o, quizás, había pasado inadvertido a mi vista. Tras introducirme en su interior, no sin cierto recelo, manipulé una de las oxidadas palancas. Deduje que se trataría de la imitación de una cápsula del tiempo adquirida en alguna feria y que se asemejaba a ciertos artefactos similares de ficción muy prodigados en viejas películas de obsoleta calidad científica.  Al salir de la cápsula oí el crujir de unas hojas del suelo, pero solo había sombras de la vegetación asilvestrada.
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Cerré tras de mí la cancela del jardín. Ya en la calle percibí un repentino frío, impropio del mes de julio en la llanura castellana, así como la luz, pues mi reloj marcaba las siete de la tarde y sin embargo ya era noche cerrada.
Además de mi aturdimiento y del aire gélido que castigaba mi cuerpo ataviado con unas simples bermudas modelo Nisu y un polo marca Acme, de pronto me invadió un remordimiento de conciencia por la desaparición de mi amigo Edu, y consideré que, al menos, le debería dejar una nota de mi visita y contarle la extraña sensación que estaba sufriendo por aquel repentino e inexplicable cambio de temperatura y luz solar. También le tomaría prestado alguna prenda de abrigo y le dejaría los carísimos bombones —como recompensa— para cuando regresara. O regresaran.
Pero claro, la puerta de entrada al jardín yo mismo la había cerrado momento antes. Sin embargo, sí que ahora se veían luces encendidas en la casa, por lo que de forma intuitiva y absurda, pues no había nadie en la casa, pulsé el timbre de la cerradura eléctrica. Antes de auto insultarme, la puerta se abrió, para sorpresa mía.
Me dirigí hacia el interior de la vivienda. Al entrar en la biblioteca me recibió Edu que, en aquellos fríos días de enero disfrutaba de la lectura de clásicos de capa y espada. Era fácil deducirlo pues la estancia se encontraba atestada de floretes, sables, sombreros de ala ancha, sombreros con plumones erectos, capas negras, pardas, dagas oxidadas, corpiños de la época y un sufrido maniquí desnudo al que le brotaban cientos de pajas por los innumerables agujeros que, como cicatrices de mil reyertas, le colmaban el torso.
De nuevo sentí la curiosa sensación que teníamos pendiente de estudio Eduardo y yo: Estaba claro mi déjà vécu. ¿Quizás fuese aquella la sorpresa que me guardaba?
Necesitaba salir del bucle temporal, averiguar la misteriosa compañía de Eduardo y el motivo de su enigmática ausencia.
En esto pensaba cuando sobre una de las mesas, vi un trozo de envoltura de la tableta de chocolate Godiva, el mismo que llevaba en mi bolsa, sin desprecintar y que aún no le había entregado a Eduardo. Esta marca es una delicatesen que raramente se comercializa por estas tierras por lo que me extrañó sobremanera. Creo que Eduardo, ensimismado en su febril lectura, era ajeno a mis dudas y a cuanto acababa de acontecer.
En su fogosidad representativa, el joven lector, tomando un florete de brillante cazoleta y el libro en la otra, comenzó a leer e interpretar un acalorado diálogo entre dos rivales enamorados de una misma dama.

Continuará.


IsidroMoreno


(Relato publicado en libro antología: "A la sombra del maestro 21 escritores se pavonean" en homenaje a Francisco García Pavón, por el centenario de su nacimiento. Editado por Casa Ruiz Morote. Ciudad real. Mayo 2019)

martes, 28 de mayo de 2019

EN EL FRAGOR DE LA LUCHA

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—No debéis prohibirnos la entrada, por favor suéltame o lo lamentarás. Todos nos jugamos mucho. No nos impediréis a los pensionistas que entremos al Congreso, por muchos policías que seáis.
—¡Por lo que más quieras!, me vas a obligar a arrestarte, deja de hacer tonterías, papá, y devuélveme la porra.

IsidroMoreno
(Madrid, septiembre 2018. Texto de 50 palabras)
Relato seleccionado y publicado por editorial "Letras como espadas" en antología "Al calor de la risa". Diciembre-2018