Apenas hay cola en la taquilla de venta de billetes. Nos
dará tiempo suficiente para tomar el próximo «Orient Express». Al toque de
campana, nos abrimos paso entre la multitud. Mi hija de cuatro años se aferra a
mi mano hasta que alcanzamos nuestros asientos. Rápidamente se ocupan el resto
de las plazas y en breve se vuelve a oír la pertinaz campana que avisa de la
inmediata salida del tren. Los viajeros miran al exterior y saludan a
familiares y amigos entre adioses, fotos y agitaciones de manos.
El tren coge su velocidad de marcha y nos adentramos en
el primer túnel; mi hija se aprieta a mí. Está un poco asustada por la
oscuridad del túnel y el traqueteo metálico de las ruedas sobre las vías. Es su
primer viaje en tren.
A la salida del túnel, delante de nosotros se produce un
pequeño alboroto. Es una pelea, o eso me explica mi hija con su lengua de trapo, un poco sorprendida y otro
tanto temerosa al ver, según ella, que una señora feísima está de pie, agarrada
a la puerta y quiere golpear a un hombre que se está riendo. En ese momento, el
pasajero le quita la escoba a la feísima bruja, se oyen aplausos y risas de
niños y mayores entre una música a todo volumen. El trenecito de feria vuelve a
entrar en el túnel.
Y así diecinueve veces.
IsidrøMorenø