Cuando lo conocí, además de
narrarme con entusiasmo su pasión por
la lectura, me invitó a su casa para mostrarme la biblioteca.
En aquellos fríos días de enero,
Edu disfrutaba de la lectura de clásicos de capa y espada. Era fácil deducirlo
pues la estancia se encontraba atestada de floretes, sables, sombreros de ala
ancha, sombreros con plumones erectos, capas negras, pardas, dagas oxidadas,
corpiños de la época y un sufrido maniquí desnudo, de tela de saco al que le
brotaban cientos de pajas por los innumerables agujeros que, como cicatrices de
mil reyertas, le colmaban el torso.
En su fogosidad representativa,
el joven lector, tomando un florete de brillante cazoleta y el libro en la
otra, comenzó a leer e interpretar un acalorado diálogo entre dos rivales
enamorados de una misma dama. Su mucho entusiasmo me lo contagió hasta el punto
de tomarme la libertad de empuñar una de los sables, coger un sofisticado
sombrero con pluma de pavo real, o eso creo, y una capa que plegada sobre mi
brazo izquierdo me serviría de exiguo escudo.
A su voz de, ¡en guardia!, los aceros de nuestras armas se chocaron con ímpetu. Tuve
que esquivar el libro que me lanzó a la cabeza porque ya le sobraban los
diálogos escritos, ahora eran interjecciones improvisadas que junto al agudo
chasquido de la hoja y el grave sonido con eco incorporado de las cazoletas,
imprimían una veraz banda sonora.
Pronto, entre el sudor, insultos
como, bribón, granuja, malandrín y otros improperios de la época, nos hicieron
caer exhaustos y aprovechando un descuido en su caída, le acerqué la punta de
mi arma oprimiendo su piel bajo la barbilla.
Durante unos segundos, ambos nos
quedamos inmóviles, especialmente Eduardo, temeroso de que cualquier movimiento
de cuello le produjese más presión a aquella punta oxidada del sable.
Mirándome con ojos de terror me
dijo, ¡no tienes huevos! Y los dos
nos desencajamos riendo estrepitosamente.
**
La lectura le resultaba vital
para su existencia diaria, como si de un complemento vitamínico se tratara.
Además, era verdadero fetichismo el que sentía por los libros y cuanto a estos
les podía rodear.
Cada inicio de una nueva lectura,
examinaba el libro con la destreza de un editor profesional, comprobando
costuras, flexibilidad, pastas, encolado, tacto del papel, tipografía… y todo
en unos segundos. A pesar de su juventud, atesoraba una grandiosa biblioteca de
no se sabía cuántos volúmenes.
Como banal rito, junto al libro
seleccionado para su lectura, portaba un estuche de fino cuero en el que
guardaba, escrupulosamente ordenados, varios marcapáginas de distinto tamaños y
formas, así como un blíster de etiquetas autoadhesivas de surtidos colores, pequeña
regla y, por supuesto, más de una docena de útiles para la escritura como
plumas estilográficas, lápices, lapiceros, rollers, bolígrafos, esferógrafos de
lujo, subrayadores, gomas de borrar y otros. Cada libro leído conservaba mil y
una marcas de Eduardo que, como Atila, dejaba huella por donde sus ojos leían.
A veces eran palabras subrayadas, anotaciones en los márgenes, dibujos, notas
adhesivas de colores que sobresalían como banderillas… en fin, que el libro
adquiría aspecto de domado y doblegado a las formas y costumbres de su dueño.
***
Pasaron unos meses hasta mi
siguiente visita en la que me mostró sus últimas lecturas y adquisiciones de
material de atrezzo para mejores vivencias. En aquella ocasión leía sobre
«hazañas bélicas» ambientadas en la II Guerra Mundial.
Su habitación de lectura, junto a
la biblioteca, estaba plagada esta vez de material de guerra, siendo objetos
originales en unos casos, y réplicas en otros; así me mostró el mecanismo de un
subfusil MP40, diversas pistolas de los nazis y otras del ejército ruso, cascos
de soldados, algún uniforme con su gorra de plato luciendo las estrellas de
graduación y otras prendas de ropa y objetos referidos a aquella contienda
mundial.
Me llamó especial atención un
enorme plano de una parte de Europa, desplegado sobre dos mesas y en el que
estaban dibujadas las cuadrículas, a propósito irregulares, de un doble tablero
octogonal de ajedrez. Las fichas eran soldaditos de plomo, tanques, piezas de
artillería, de caballería, camiones de intendencia, vehículos de sanidad,
torres y algunos edificios emblemáticos de la vieja Europa. Con semejante
arsenal de piezas e iconos, nos enfrascamos en una partida de juego, mixtura
entre ajedrez Seirawan y las damas chinas y que, en ese caso, enfrentaba al
ejército alemán contra los aliados. ¡Un desastre! Los Panzer alemanes me habían
demolido el frente de infantería en las costas normandas y, finalmente, perdí
la partida al tener que rendirme cuando me comió la Torre Eiffel y mi Nôtre
Dame entraba en jaque.
Tras algunas representaciones de
batallas y una amistosa charla, nos despedimos emplazándome a una próxima
reunión pasadas dos semanas, sin aportarme más información, pues pretendía
darme una sorpresa.
A pesar de nuestra incipiente
amistad, aprecié que se trataba de un individuo con un elevadísimo coeficiente
intelectual en casi todas sus variantes a excepción de la inteligencia
emocional, pues capté ciertas carencias en las relaciones interpersonales e
incluso consigo mismo. Quizás ocultase un oscuro propósito o, al menos, eso me
parecía en algunos momentos. Por razones que aún desconozco, y que a veces me
preocupan, debí ser su elegido desde que el pasado verano, nos conociéramos en
la Universidad en unos cursillos y ponencias sobre, “Tiempo, Espacio y
Relatividad”
****
Llegado el día previsto que, a
decir verdad, lo esperaba con gran expectación, me dirigí a su casa aportando
una caja de bombones Godiva Gold Ballotin
como detalle de digno visitante. Me sorprendió que la verja del parterre y
puertas de entrada estuviesen entornadas. Llegado a la biblioteca, y a pesar de
llamarlo en voz alta, no respondió nadie.
En una mesa de velador, había unos
botes de Coca Cola, dos vasos casi vacíos y en el centro de la estancia estaba
instalado un extraño artefacto decimonónico que me recordó la famosa máquina
del tiempo de H. G. Wells aunque algo más modernizada por la inclusión de luces
psicodélicas además de otros componentes electrónicos propios de esos años
setenta.
Salí preocupado de la biblioteca
debido a la ausencia de mi amigo, aunque también me inquietaba la clase de compañía
que deduje ante tan obvios vestigios.
Antes de alcanzar la calle, a un
lado de la cancela del amplio jardín y arrinconado entre la vegetación, observé
un sucio cilindro metálico del tamaño de una persona y que antes no estaba allí
o, quizás, había pasado inadvertido a mi vista. Tras introducirme en su
interior, no sin cierto recelo, manipulé una de las oxidadas palancas. Deduje
que se trataría de la imitación de una cápsula del tiempo adquirida en alguna
feria y que se asemejaba a ciertos artefactos similares de ficción muy
prodigados en viejas películas de obsoleta calidad científica. Al salir de la cápsula oí el crujir de unas
hojas del suelo, pero solo había sombras de la vegetación asilvestrada.
*****
Cerré tras de mí la cancela del
jardín. Ya en la calle percibí un repentino frío, impropio del mes de julio en
la llanura castellana, así como la luz, pues mi reloj marcaba las siete de la
tarde y sin embargo ya era noche cerrada.
Además de mi aturdimiento y del
aire gélido que castigaba mi cuerpo ataviado con unas simples bermudas modelo Nisu y un polo marca Acme, de pronto me invadió un
remordimiento de conciencia por la desaparición de
mi amigo Edu, y consideré que, al menos, le debería dejar una nota de mi visita
y contarle la extraña sensación que estaba sufriendo por aquel repentino e
inexplicable cambio de temperatura y luz solar. También le tomaría prestado
alguna prenda de abrigo y le dejaría los carísimos bombones —como recompensa—
para cuando regresara. O regresaran.
Pero claro, la puerta de entrada
al jardín yo mismo la había cerrado momento antes. Sin embargo, sí que ahora se
veían luces encendidas en la casa, por lo que de forma intuitiva y absurda,
pues no había nadie en la casa, pulsé el timbre de la cerradura eléctrica.
Antes de auto insultarme, la puerta
se abrió, para sorpresa mía.
Me dirigí hacia el interior de la
vivienda. Al entrar en la biblioteca me recibió Edu que, en aquellos fríos días de enero disfrutaba de la lectura de clásicos de
capa y espada. Era fácil deducirlo pues la estancia se encontraba atestada de
floretes, sables, sombreros de ala ancha, sombreros con plumones erectos, capas
negras, pardas, dagas oxidadas, corpiños de la época y un sufrido maniquí
desnudo al que le brotaban cientos de pajas por los innumerables agujeros que,
como cicatrices de mil reyertas, le colmaban el torso.
De nuevo sentí la curiosa
sensación que teníamos pendiente de estudio Eduardo y yo: Estaba claro mi déjà vécu. ¿Quizás fuese aquella la
sorpresa que me guardaba?
Necesitaba salir del bucle
temporal, averiguar la misteriosa compañía de Eduardo y el motivo de su enigmática
ausencia.
En esto pensaba cuando sobre una
de las mesas, vi un trozo de envoltura de la tableta de chocolate Godiva, el mismo que llevaba en mi
bolsa, sin desprecintar y que aún no le había entregado a Eduardo. Esta marca
es una delicatesen que raramente se comercializa por estas tierras por lo que
me extrañó sobremanera. Creo que Eduardo, ensimismado en su febril lectura, era
ajeno a mis dudas y a cuanto acababa de acontecer.
En
su fogosidad representativa, el joven lector, tomando un florete de brillante
cazoleta y el libro en la otra, comenzó a leer e interpretar un acalorado
diálogo entre dos rivales enamorados de una misma dama.
Continuará.
IsidroMoreno
(Relato publicado en libro antología: "A la sombra del maestro 21 escritores se pavonean" en homenaje a Francisco García Pavón, por el centenario de su nacimiento. Editado por Casa Ruiz Morote. Ciudad real. Mayo 2019)
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