Viendo que mi hacienda ya no la veía
porque se me había esfumado –y no me apetece recordar cómo–, asentar la testa
quise, cuestión esta en la que me insistía mi madre a la que hace unos años
perdí y con ella mi raciocinio también.
Necesitaba organizar mis horarios,
comidas, bebidas, amigos y ocupaciones, aunque para ello debería trazarme
nuevos horarios, procurarme alimentos, quitarme bebidas, cambiar amistades y encontrar
fructífera ocupación.
Por los avatares de aquella mi atolondrada
vida, tuve por tanto que rehusar a placeres, que no eran muchos ni tampoco
pocos. Confieso que uno de los más mortificantes gestos a los que debí
doblegarme fue la adaptación de mi hermoso velero que, a fuerza de su
inmovilidad en la dársena del puerto, comenzaba a malograrse en su estructura. Entre
las muchas cábalas para mi actividad futura que tan imprecisa se me hacía como
oscura, concluí que el único tesoro que poseía era mi barco. Busqué, pregunté y
me informé en las atarazanas acerca de los diferentes servicios que un navío
podría prestar, o cuáles actividades eran las más demandadas, percatándome de
que, si bien no eran pocas las posibilidades de negocio, sí que múltiples
dificultades burocráticas y económicas se me presentaban, de tal forma que, en
mi desesperada espera y al borde del hastío, me dispuse a redactar sobre papel
un inventario de menesteres. Por primer punto la falta de dineros escribí, y
así pues mi lista ya no seguí, porque ante ese grande obstáculo, redactar los
posteriores sólo sería malgastar tinta y tiempo.
Quiso la suerte, no sé si buena o
mala, que en uno de mis deambulantes garbeos por las callejuelas de Algeciras,
mi ciudad de acogida, conociese a dos andrajosos buscavidas con los que
compartí borrachera y conversación secreta. Para no alargarme en detalles que
ya no recuerdo ni deseo recordar, he de decir que pronto me uní a ambos granujas
y tras salir victoriosos de una pelea navajera y del robo de una bolsa de
caudales a un asustado noble, conseguimos los maravedíes necesarios para adquirir,
de segunda o sexta mano, ciertos enseres oportunos y restaurar mi barco para
hacerlo a la mar. A la semana de conocernos mis dos nuevos socios y yo, tras la
noche de borrachera y los días de apresuradas compras gastándonos el botín
robado, decidí que deberíamos abandonar pronto aquella tierra firme, pues fui
conocedor de las pesquisas que la justicia realizaba mientras nos pisaba los
talones.
La joya de la corona serían los
veinte cañones adquiridos en un desguace naval y que acoplamos a babor y a
estribor para intimidar primero y, si remedio no tuviere, disparar después. Yo
mismo mi velero rebauticé y su nombre con pintura negra grabé: «Temido».
De forma apresurada zarpamos. Con
Algeciras a popa y proa a Estambul, tomamos por nueva patria la mar y con
cegador sol de madrugada, el Temido surcaba el Mediterráneo donde pronto sería
conocido por su bravura y a mí como capitán pirata, ante quien cien naciones rendirían
sus pendones.
Como final de esta carta deseo hacer
constar que cuando la muerte venga a
buscarme, abandonad al pairo mi navío para que las tormentas, bonanzas y
levantes lo despiecen a su amor hasta que, en un rojo atardecer, sea sólo un
recuerdo o, mejor, unos versos y estrofas que aprendan los niños y canten los
románticos.
Y para mí, duelo no deseo, tan sólo
descansar a la sombra de algún pino, porque de las vistas ya comprobé que el
horizonte es curvado para no dejarnos del todo ver, manteniendo así el misterio
y la curiosidad de cómo será el lugar que habrá más allá.
Fdo.:
Capitán Pirata.
Año de 1730
* * *
Esa
carta firmada por el Capitán Pirata,
fue encontrada un siglo después en el puerto de Almería entre viejos cartapacios y legajos de
documentación y contabilidad portuaria. Se conservaba dentro de un enmohecido sobre
dirigido: “A quien proceda”; pero que con las señas muy roídas por los ratones
y apenas legibles, sólo se podía distinguir confusamente, “proceda”, término
que alguna mente sagaz asoció con el ilustre escritor y, por aquel tiempo, aspirante
a diputado de dicha provincia, D. José de Espronceda a quien se le hizo llegar la
carta por si fuese de interés en su condición de autoridad política y prestigioso
escritor.
No
se supo más del paradero de aquella epístola hasta que a mediados del siglo XX,
se cuenta que en una pequeña cala de la Costa Brava, un adolescente al que
llamaban Juanito encontró una botella
varada entre unas cañas. La botella no contenía otra cosa que la anacrónica y
romántica carta del Pirata.
*
* *
A
principios del siglo XXI, una joven estudiante de Historia que estructuraba su
tesis doctoral sobre la piratería en Europa del siglo XVIII,
encontró alusiones y referencias de aquel pirata de Algeciras, de su bajel, de
sus hazañas y de su carta testamento.
Después de arduos meses de búsqueda de información, echando horas con teorías
imaginativas y reconstruyendo historias de final a principio, la joven
estudiante de Historia encontró la relación entre la carta del capitán del «Temido» y la conocida «Canción del pirata» de
Espronceda, pues de forma explícita —afirma la estudiante—, la idea, el texto y los términos de aquella
carta son, indudablemente, la inspiración literal de tan famosos versos de la
literatura romántica.
De
similar manera confirmó sus sospechas del origen de otra famosa canción, cuyos
versos también parecen compuestos con términos arrancados de la carta del Capitán
Pirata del XVIII. El joven Juanito que —dicen— encontró la botella mensajera,
no era otro que el cantautor D. Juan Manuel Serrat, quien compuso quizá la más
bella canción española del siglo XX, a la que con gloria y acierto tituló: Mediterráneo.
* * *
—Aclaro,
señores catedráticos, que la citada estudiante de Historia soy yo misma,
servidora y alumna de ustedes, y que con esto creo dejar resumido el interés
que me llevó a indagar sobre el Pirata de
Algeciras que además de esta carta, origen de dos prestigiosas obras para
la literatura y la música españolas, me permitió encontrar relevante
información acerca de la piratería y comercio por el Mediterráneo en el siglo
XVIII.
Los
catedráticos, boquiabiertos, seguían sentados en su estrado ante la alumna. Sin
aún mediar palabra, se miraron, y tan sólo el más anciano se atrevió a decir:
—¡Es
una historia increíble! —A continuación
dio una pausada y raquítica ovación de solo tres palmadas.
—Sí,
señores, completamente INCREÍBLE. —Recalcó la joven estudiante.
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IsidrøMorenø
* Relato ganador del "IX Certamen de narrativa corta VILLA DE SOCUÉLLAMOS. (Nov.2022)