Una pequeña multitud aguardaba en
la tranquila plazoleta que, aunque desconocidos entre sí, pronto descubrieron
que su causa era la misma; sin embargo, también desconocían a la persona que
les había convocado, ni que esta, les observaba desde uno de los balcones de un
quinto piso.
*
* *
Su tendencia enfermiza al hurto,
su pasión fetichista por los libros y su afán por la lectura hicieron que,
aquella funcionaria, tuviese que dedicar por completo una de las estancias de
su vivienda para albergar los volúmenes que venía sustrayendo del almacén de
paquetería en la oficina del Servicio Nacional de Postas donde trabajaba.
Orgullosa contemplaba su vasta y
heterogénea colección de libros y todo ello sin levantar sospechas ante las
profusas reclamaciones. Ella, casualmente, era la encargada de recibir y
gestionar los requerimientos, reclamaciones e incidencias.
Pasado un tiempo, su biblioteca
apenas podía abrirse por los muchos libros que abandonaron su estante y se
agolpaban, desordenados y despanzurrados, junto a la puerta.
En toda la casa se oían
innumerables voces recitando, literalmente, decenas de textos procedentes de la
clandestina biblioteca o, quizás, de su conciencia culpable. Así, Hamlet
recitaba un dubitativo monólogo sobre su existencia; Sancho, el escudero, daba
consejos a su señor; se oían los sentimientos de amor de Anna Karenina hacia el
oficial Vronski en la fría Rusia; en la granja de Mr. Jones, los cerdos
arengaban a otros animales para una rebelión…
Era peor cuando para olvidar o aplacar
su conciencia, bebía o tomaba ciertos medicamentos, pues entonces Hamlet podría
declararse al oficial Vronski, o bien Anna Karenina aconsejaba a D. Alonso
Quijano o Mr. Jones arengaba a Sancho o quién sabe qué otras voces interiores
martilleaban los sesos de la funcionaria.
Deseando acabar con esa situación
antes de que la situación acabase con su cordura, tomó la decisión de devolver
los libros robados.
Sería fácil conocer los
receptores estafados, pues conservaba el registro de los paquetes que nunca
llegaron a su destino, pero lo que no controlaba era el contenido de los
mismos, es decir, desconocía qué y cuántos libros correspondían a cada
destinatario. Aun así, consideró que sería preferible repartirlos, cuales
fuesen, entre los receptores.
Pasados unos días tras el envío
masivo de los volúmenes, comenzaron a llegar nuevas quejas de los receptores,
pues indicaban que desconocían procedencia y motivo o que no era el libro que
un día se perdió.
Tan numerosas fueron las
consultas y reclamaciones, que se vio obligada a realizar horas extras y
clandestinas para evitar más sospechas en el trabajo.
Ofreciendo una pequeña recompensa
por el error además de las mil disculpas, decidió convocar a todos en una
conocida y recoleta plaza de la ciudad, casualmente la misma plazoleta que se
divisaba desde el balcón de su vivienda.
A pesar de haber vaciado la
habitación destinada a biblioteca, comprobó con desesperación, que las voces aún
recitaban machaconamente decenas de textos literarios, confusos la mayoría,
recriminantes a menudo y quizá conocedores de su conducta, pero que le
atormentaban su cabeza hasta límites cercanos a la locura.
Llegado el día previsto de la
cita con los destinatarios, asomada al balcón observaba a una inusual multitud
que la esperaba. Anotó en su diario lo que las incesantes voces de su interior
continuamente le dictaban.
Fiel al dictado, se arrojó al
vacío desde el balcón.
*
* *
La pequeña multitud que aguardaba
en la tranquila plazoleta, se vio alarmada por la caída del cuerpo de una joven
desde uno de los balcones. La policía les hizo desalojar la plaza. Días más
tarde, un periódico local publicaba la extraña historia y suicidio de una
ladrona de libros.
IsidroMoreno
(Relato publicado en revista digital «El Callejón de las Once Esquinas» Mayo-2018)
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