CONVERSACIÓN
CON CERVANTES
(DE MI VIAJE, LA VISITA A DON MIGUEL Y CUANTO EN SECRETO ME NARRÓ)
Nuevamente
excuso explicarles cómo conseguí viajar en el tiempo, pues me debo al secreto
profesional de unos amigos y temor padezco por si el secreto fuese revelado, ya
que no podría volverlo a utilizar y quizás, duras penas legales habría de sufrir.
Me vi en el año de 1614 y tras algunos intentos fallidos, conseguí captar
la atención del mismísimo D. Miguel de Cervantes Saavedra que, a pesar de la
fama de su Quijote, seguía manteniendo una existencia humilde, casi precaria.
Era en una taberna de Valladolid y con gran desconfianza por su parte y unas
cuantas jarras de vino, al diálogo se avino.
—Joven, ¿Cuál es vuestra gracia?
—Diego Malacalza —improvisadamente respondí suponiendo que deseaba
conocer mi nombre, aunque pseudónimo le enuncié.
—¿De dónde procedéis que tan extraños hábitos exhibís?
Le di largas a su comprometedora pregunta y tras unas notas de humor y una
nueva jarra de vino peleón, le hablé de mi admiración por sus letras y en
especial a su obra «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha», quedando muy
sorprendido al sugerirle que debería publicar pronto una segunda parte. Tanta
sorpresa llevose, que su desconfianza creció por momentos quizás considerando
que yo sería un espía pagado por alguno de sus tantos enemigos que —como él me
dijo—, con envidias y malas artes, le rondaban.
También pude deducir que sus relaciones con el gremio literario, no eran
del todo satisfactorias y que Dios me perdone, pero creo que atisbé un rescoldo
de odios y celos, ya que era extraño el desdén que mostrar quería al hablar de
Lope de Vega, Quevedo o incluso Góngora.
—Don Miguel, ¿por qué eligió a dos personajes tan dispares como Sancho y
Quijote?, pues entiendo que la elección fuese entre dos seres antagónicos, pero
en su caso, me parece que además de antagónicos son completamente asimétricos.
—Apreciado Diego, en género novelesco siempre quise narrar y dejar a la
intemperie las grandezas e infortunios del género humano que, actualmente, yo
diría que en gran crisis se encuentra, aunque quizá vuestra merced esté de
acuerdo conmigo, que eso de las crisis parece inherente a nuestro alocado y
mísero existir a juzgar por nuestra historia. Ante tal reto —continuó don
Miguel hablando— hube de buscar la forma, o sea, los personajes que no incomodasen
al lector y que éste, como conciencia popular, se encontrase superior, en mayor
rango o mirando por encima del hombro
aun en plena muestra o insinuación de las miserias y honores de los hombres y
mujeres actuales.
—De esta forma —prosiguió D. Miguel—, surgieron de mi mente dos seres
que no ofenderían la moralidad: ¡Un paleto y un loco! A ambos se les permiten
cualquiera clase de pensamientos con incluso, buen grado de condescendencia y
humor, pues hasta reírnos de ellos se puede sin temor a represalia.
Deliberadamente quiso don Miguel dejar de hablar de su obra, ya que
apenas me refirió unas palabras sobre sus tribulaciones habidas con un tal
Avellaneda.
Comprobé
que ambos estábamos esforzándonos sobremanera en pronunciar correctamente las
palabras de nuestro ameno diálogo. Sabíamos que el trabalenguas era
fruto del vino ingerido que ya comenzaba a hacer mella, aunque quisiéramos disimularlo.
Su rostro cambió de gesto, así como la historia que él mismo iniciaba y
que en verdad comenzó a interesarme, pues resumiendo y omitiendo detalles que lamentablemente
mi memoria no quiere recordar, el ilustre Cervantes me contaba así:
—No hace muchos meses, un mercader portugués, llegó a estas tierras
castellanas preguntando con insistencia por mi paradero, no siendo difícil
localizarme, ya que refiriéndose a tan exitoso autor, obtuvo certera y rápida respuesta —adujo el
célebre escritor con evidente tono de falsa modestia.
—Tras una primera entrevista —continuó narrando don Miguel— consiguió
convencerme para una segunda cita en la que me ofrecería una importante posibilidad
de negocio del cual no me podía hablar mucho más en ese momento, por cuestiones
de seguridad.
—¿Y vuestra merced tuvo a bien acceder a la convocatoria? —le dije
mientras me mordía el labio para evitar la risa que me producía el forzar mi
lenguaje al del siglo XVII.
—No tengáis vos tanta premura por conocer la historia que narro —dijo
don Miguel— pues el gaznate se me seca y los recuerdos se me emborronan, no sé
si por lo bebido o por lo no comido.
Acto seguido, a golpe de palmada, llamé al tabernero para que trajese
unos buenos cortes de queso para llenar nuestras tripas y que ayudaran a
digerir el tan peleón vino que estragos
nos empezaba a hacer.
—El lugar previsto para la reunión —continuó narrando— era una vieja y
solitaria posada en el páramo castellano y a mitad de camino entre dos aldeas
que recordar no puedo.
—Llegado el día, viajando a lomos de mi caballo y tras largas horas de
entretenidas conjeturas, arribé al viejo caserío y que al ver su aspecto y
mugrientas dependencias me dije: «El camino
es siempre mejor que la posada», mas debí pensarlo en voz alta, pues el posadero
mirome con gesto no muy amistoso.
—En la estancia grande de la casa, austera, parca en muebles y junto a
una chimenea sin fuego, dos hombres me esperaban; reconocí al mercader luso que
muy amablemente me obsequiaba una bienvenida con múltiples aspavientos y me
presentó al otro personaje como su amigo, al que hablaba en lengua inglesa y
que me dijo se llamaba Guillermo. Éste era de noble aspecto y un tanto
distinguido quizás por su proporcionada complexión, aunque de rostro
completamente ovalado y de frente inmensa, ya que sus largos cabellos surgían y
cubrían la mitad trasera de su cráneo. Bigote
y perilla de tonos rojizos, adornaban el exótico rostro.
—Rápidamente comprobé —prosiguió don Miguel— que el conocimiento de la
lengua inglesa del mercader portugués, era muy deficiente, así como del
castellano, pues de no ser por la semejanza de éste y mis conocimientos del
gallego e italiano, difícilmente le hubiese entendido palabreja alguna.
—A modo de charlatán de ferias, tras un breve discurso de presentación
de su oferta y con más duda que confianza por mi parte y la del inglés, sacó de
un zurrón lo que nos dijo era un manuscrito proveniente de Grecia, en el que se
recogían casi una docena de inéditas tragedias griegas cuya traducción del
griego, copia y leve adaptación, nos aportarían
suculentos éxitos literarios y beneficios económicos.
—It isn´t Mr. Shakespeare? —pronunció el intrigante mercader.
—¿Cómo dice vuestra merced? —pregunté yo muy extrañado.
—Sí amigo Diego, en ese momento —dijo don Miguel— comprendí aquella
reunión y reconocí al famoso autor teatral inglés del que hacía apenas un año,
me habían llegado traducciones de algunas de sus obras. ¡Era el mismísimo
William Shakespeare!
—En las confusas conversaciones y traducciones a tres bandas —prosiguió
don Miguel— deduje que Guillermo, o mejor, William sí que era sabedor de mi
nombre y también de mi obra Don Quijote
de la Mancha, pues según el traductor —aunque nada fiable— me había dedicado
unas palabras de elogio ante tan magna y exitosa obra literaria.
—Finalmente, tanto William como yo comprendimos que el portugués
pretendía vender al mejor postor aquel mamotreto de roídos papeles manuscritos con signos griegos, ofreciéndonos
todo tipo de garantías y juramentos sobre el carácter inédito y auténtico de
las tragedias que allí dormitaban deseando que alguien las pusiera en boca de
buenos actores de corrala teatral.
—Evito contarte, amigo Diego, las múltiples trabas que supuso el
desconocimiento de un idioma común, pero finalmente llegamos a la conclusión, tanto
William como yo, que nuestro honor y nuestra ética literaria nos invitaban a
rechazar la idea de plagiar a otros autores por muy clásicos que fueran.
—Dado que nuestra reacción no fue del agrado del mercader, ambos
intentamos relajar la situación y entre otras conversaciones, que como
intérprete nos tradujo, fue que «ninguno de los dos escritores sobreviviría
al otro».
—Esta sentencia en forma de acuerdo nos provocó a los presentes unas
sonoras carcajadas que incitaron, como amistoso broche de la jornada, al último
brindis antes de retirarnos a nuestros aposentos, pues ya sufríamos el
cansancio del viaje, de las traducciones y del vino.
Ya creo que no me queda nada más interesante por narrar a cerca de mi
viaje y cita con D. Miguel de Cervantes,
pero reconozco la gran sorpresa que me traje a nuestro tiempo al conocer el secreto
acuerdo de Guillermo y Miguel, pues cierto fue que Cervantes y Shakespeare
murieron en la misma fecha.
Fdo.: Diego Malacalza
IsidroMoreno
Me encanta!!!Enhorabuena,Isidro!!
ResponderEliminarMe encanta que te encante. Muchas gracias, Gloria.
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